Nuestro día arrancó a las 6:15 AM. Técnicamente "nuestro" por las chicas, porque los señores feudales tenían buceo vespertino y seguían en el quinto sueño.
Que suene la alarma cuando el sol todavía ni marcó tarjeta no es "vacacionar", es un deporte de riesgo emocional. Pero bueno, es el precio de este amor tóxico por el buceo: un odio profundo al despertador compensado por una ansiedad mística que nos hace invocar a Alá, a Buda y a todos los dioses del Olimpo para que nos dejen entrar al agua. Con el cielo apenas aclarando, partimos hacia Bans. Nos tocó un guía lituano (¿o era de Letonia? En fin, una ensalada geográfica importante) con un inglés tan, pero tan creativo, que hasta a mí me costaba descifrarlo.
Para las 8 AM ya habíamos armado equipos, hecho el trasbordo del longtail al barco y estábamos listas para la aventura. Aventura que, apenas rocé el agua, me regaló un panic attack de colección. Tres o cuatro intentos de sumergida fallidos. Que la presión, que la maldita máscara, que las aletas me estaban amputando los dedos... no sé qué pasó, pero estuve a dos segundos de mandar la "titánica tarea de bucear" a freír churros. Milagrosamente, entre las palabras de aliento de mi amiga y el instructor lituano que, en su dialecto inventado, intentaba calmarme, logré bajar.
Mi mambo es la confianza: esa dependencia absoluta de un cañito que te da aire y entender que tu nariz es un adorno que solo sirve para compensar. Es un desafío personal constante donde, cada cinco minutos, mi cerebro me pregunta: “¿Qué carajo hago acá?”.
Twin Rock fue el escenario. Dos pináculos gemelos con más coral muerto que vivo, pero con una fauna que zafaba: nudibranquios, peces ángel, barracudas. Seamos honestas: Koh Tao es barato, pero no es el National Geographic. El segundo buceo en White Rock fue la gloria: yo no colapsé y N venció las náuseas del barco. Triunfo total.
Al volver a la costa, los niños nos recibieron como si fuéramos los astronautas del Apolo 13 volviendo de la Luna. Gritos de “¡Mami volviste, te amo!” por todos lados. Nota mental: irme más seguido para que me valoren así.
Hicimos el "pase de guardia" de las nannys y los muchachos partieron a su buceo, calculo que con la esperanza de no repetir el papelón del día anterior. Mientras, las "muchachas" nos llevamos a los monstruos a la playa y terminamos en un café muy trendy (caro para Tailandia, obvio), donde los pequeños pirañas, por primera vez en la historia, se comieron todo lo que había en el plato.
A la tarde, G y V volvieron sin anécdotas (por suerte) y arrancamos la procesión al centro de Koh Tao para comprar los tickets del ferry hacia Khao Sok.
De paso, entramos a una tienda de buceo que recordábamos de hace 11 años. Lo que iba a ser una compra nostálgica terminó siendo una pesadilla: M y C corriendo como poseídas, nosotros ocho copando el local y las vendedoras al borde del colapso nervioso. Para coronar el momento, cuando ya habíamos pagado, pararon a "la rubia" (una de las niñas) porque, "según la cámara de seguridad", se estaba afanando algo. Le revisaron hasta el alma con un "So sorry" que no les creía nadie. Después de ser tratados como una banda de delincuentes internacionales, volvimos al hotel para el gran final: M largó una catarata de vómitos desenfrenados que nos canceló la cena en Mama Piyawan.
Terminamos haciendo una "cena de gitanos" en el jardín del hotel, esperando que el próximo destino nos reciba con un poco más de dignidad.












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