by N
Con el calor húmedo característico de Bangkok, ese que te abraza como novio tóxico y no te suelta, decidimos arrancar el día con la mochila cargada de agua y nuestros pareos estratégicos para taparnos y poder entrar a los templos sin ofender a nadie ni ser expulsados por indecencia.
El plan maestro era ir primero a Wat Arun usando el BTS, que es básicamente el subte elevado de Bangkok: rápido, limpio, con aire acondicionado y la única forma de transporte que es eficiente en hora pico. Desde ahí combinamos con la Blue Line, que es otra línea de metro (esta vez subterránea) y que, detalle no menor, cruza por debajo del río Chao Phraya como si fuera lo más normal del mundo.
Llegamos al templo y, efectivamente, nos hicieron tapar nuestras partecitas: hombros, piernas y cualquier centímetro de piel que pudiera tentar a Buda. Igual, a diferencia de nuestra experiencia anterior, solo controlaron en la entrada general. Después, templo tras templo, nadie miraba nada. O confiaban en nuestra moral… o ya se habían rendido ante el turismo masivo.
Como suele pasar, a medida que íbamos pasando de templo en templo, nos dimos cuenta de que todos eran más o menos lo mismo. Muy lindos, muy dorados, muy espirituales… pero con 31 grados y una humedad del 800%, el entusiasmo religioso empieza a flaquear. Así que hicimos el primer stop técnico del día para recargar energías. Casi toda nuestra provisión de agua, unos huevitos duros y papas fritas (que claramente no estaban bendecidas, pero cumplían su función) nos devolvieron la vida.
Con el cuerpo apenas reanimado, encaramos la subida al Templo del Amanecer, que en nuestro recuerdo tenía escaleras ínfimas, empinadas y directamente diseñadas para poner a prueba la fe y las rodillas. Evidentemente, en estos doce años ellos también se dieron cuenta de que era peligrosísimo, porque ya no se puede subir hasta la cima. Mi mente agradeció profundamente no tener que lidiar con cuatro bendis en "modo cabra montañesa" al borde del abismo.
Algo que nos llamó la atención, y que también vimos en Pekín, fue la cantidad de gente vestida con trajes típicos para sacarse fotos. Pero acá el nivel era otro: fotógrafos profesionales, familias enteras producidas y poses dignas de tapa de revista. Los trajes se alquilan por unos 200 THB, así que ya se imaginarán que I y C querían TODO y, por supuesto, pretendían que nosotros cargáramos la sombrilla mientras ellas paseaban majestuosas por los templos. Cosa que, obviamente, no sucedió.
Terminada la recorrida, nos quedaba cruzar el río en ferry para llegar al Wat Pho y su famoso Buda reclinado. Pero con el calor que ya era directamente agresivo, el templo ya conocido y estos pibitos repitiendo sus mantras diarios (“tengo hambre”, “tengo calor”, “tengo sed”), decidimos dar por terminado el tour de templos y abrir oficialmente el tour gastronómico, que para mí es, sin discusión, lo mejor de Bangkok.
Arrancamos como corresponde: Pad Thai. No fue el mejor de la historia, pero por 50 THB tampoco defraudó. Por su parte, las criaturitas se animaron a la comida callejera tailandesa con unas alitas de pollo de 20 THB que fueron sorprendentemente bien recibidas por los cuatro. Había opciones más osadas como corazón, hígado, intestino y culo de pollo, pero hasta ahí llegaron sus ganas de aventura culinaria.
Después del almuerzo gourmet (¿?), emprendimos viaje hacia el MBK Center, para lo cual debíamos tomarnos un colectivo. Les cuento que la última vez que viajamos en bondi en Bangkok, cuando éramos solo cuatro, tenía piso de madera y una mezcla de olores entre Tailandia, India, Moreno y José C. Paz. Esta vez la suerte estuvo de nuestro lado y el bondi 48 tenía aire acondicionado, piso moderno y aromas bastante más decentes.
¿Cómo explicar el MBK? Es como el "cinco estrellas" de cualquier bolishopping de Buenos Aires. Un monstruo de ocho pisos que dista mucho de un shopping tradicional y que, apenas entrás, te invita a gastar todos los bahts que acabás de cambiar. Porque dato clave: acá casi todo se paga en efectivo y el regateo es deporte nacional. Recorrerlo “por arribita” nos llevó más de cuatro horas. Y no, las bendis no nos dejaron pasar gratis este paseo. Las compras incluyeron desde ventiladores de mano hasta orejeras de conejitos. Las "bolucompras" de un solo día superaron tranquilamente cinco días de chinadas acumuladas.
Al salir, nos tomamos otro bondi que, esta vez sí, volvió al formato clásico: piso de madera y sin aire. Nuestro siguiente destino fue la ruidosa Khao San Road, que es básicamente la calle más famosa de Bangkok para mochileros, turistas, fiestas, luces, ruido y decisiones cuestionables.
Ahí seguimos con más compras y les mostramos a los chicos todos los insectos comestibles disponibles, como escorpiones, gusanos, escarabajos y otros bichos que parecían sacados de una película de terror. No sacamos fotos porque pretendían cobrarnos 20 bahts solo por apretar el botón del celular, y tampoco era para tanto.
Después de un rato, tuvimos una baja. Spoiler: fue M, obviamente. Así que nos sentamos en un bar y cerramos la noche con un arroz frito y un panang curry que, nobleza obliga, estaba mucho más rico que el que hacemos en casa.
Siendo las 10 de la noche, y habiendo salido del hospedaje a las 9 de la mañana, dimos por terminado el día. Quisimos volver en tuk-tuk para completar el combo de transportes, pero el trayecto era largo y ninguno quiso llevarnos, así que terminamos usando Grab, el equivalente thai de Uber.
Ahora sí, a dormir. Mañana nos espera el último día en esta ciudad que mezcla caos y modernización como solo Bangkok sabe hacerlo.



















No hay comentarios:
Publicar un comentario