by N
Se preguntarán cómo nos fue con el temita de dominar el jet lag. Bueno, en el caso de la familia SV solo puedo decir que la noche fue larga. Después de que M cayó rendida a las 8 de la noche, a las 12 y media, mientras todos dormíamos, se sentó en la cama y preguntó con total naturalidad: “¿ya es de día, ma?”. Pregunta para la cual a esa hora mi cerebro no estaba preparado. Por suerte, tras un par de vueltas se volvió a dormir y logramos estirar el amanecer hasta las 8 de la mañana, lo que en este viaje ya cuenta como éxito.
Como nuestra rutina, desayunamos en la habitación. Esta vez compramos cafés en Luckin de la única forma que existe - online - y unos sándwiches de jamón y queso que venían con un sabor picante sorpresa, porque claramente en China nada es simplemente jamón y queso. Las criaturitas, fieles a su dieta internacional, comieron galletitas y frutas. Con el corazón contento y la panza apenas engañada salimos rumbo a la Plaza Tiananmen, esa plaza enorme, una de las más grandes del mundo, escenario de desfiles, actos oficiales y eventos históricos que no necesitan demasiada explicación.
Después de Metro y caminata nos chocamos con la realidad china, versión burocracia nivel experto: aunque la plaza es gratuita, había que tener reserva previa. Reserva que, obviamente, no teníamos. Así que activamos plan B y decidimos ir al Palacio de Verano, que quedaba solo a una distancia razonable de dos combinaciones de metro y 17 estaciones. Nada grave.

Para cuando subimos al segundo metro, las bendis ya habían arrancado con el mantra ensordecedor de “tengo hambre”. Por suerte unos tomates cherry y uvas lograron mantenerlas con vida hasta que al salir del metro apareció un KFC salvador. No era muy cultural, pero sí extremadamente funcional, así que entramos sin culpa. Ni bien entramos, un señor muy amable nos recibió, nos buscó mesa y nos dijo que el pedido lo teníamos que hacer con él. Desconfiados como ya nos volvimos, fuimos a buscar la caja… que no existía. Todo era por app. Así que entendimos que el señor no era sospechoso sino un alma caritativa digital, y accedimos a su ayuda.
Pedimos, comimos y confirmamos lo inevitable: las fieras arrasaron con absolutamente todo y no quedó ni un nugget. Así que el señor volvió a hacer magia con su app y pidió otra ronda. Una vez todos alimentados, el señor se acercó nuevamente y ahí entendimos que su amabilidad no era del todo gratuita ya que pretendía vendernos vaya uno a saber qué cosa. Cuando se dio cuenta de que no iba a sacarnos ni un scaneo de Alipay, se fue visiblemente ofendido.
Antes de seguir viaje, tocaba ir al baño. Y ahí vino el shock cultural del día, los baños chinos de letrina. Imagínense la escena, capas y capas de ropa térmica, pantalones, buzos, camperas, intentando hacer equilibrio en sentadillas profundas. Algunas desistieron, pero la necesidad siempre gana, así que terminaron poniendo en práctica habilidades dignas de una clase avanzada de crossfit.
Superado ese desafío, partimos finalmente hacia el Palacio de Verano. No hizo falta traje de baño, por suerte, porque la temperatura rondaba los -2 grados. Pagamos 25 yuanes, las Oompa Loompas no pagaron por no llegar al metro veinte, y entramos. El Palacio de Verano es básicamente el jardín imperial más grande y mejor conservado de China, creado como lugar de descanso para los emperadores, con lagos, colinas, templos y pasillos interminables que en verano deben ser divinos, pero en invierno son hermosos y crueles al mismo tiempo.
Entre patinada y patinada por el hielo, nos internamos en el parque hasta llegar al lago, sacamos fotos pintorescas y hasta nos dimos el lujo de una guerra de nieve. Pero entre el frío, el cansancio y la marea humana de chinos, porque es sábado y el chino promedio sale en masa a sacarse selfies en todos los monumentos de Pekín, decidimos retirarnos sin hacer el recorrido completo. Total, después de un rato todo empieza a parecer el mismo árbol nevado.
En el camino de regreso, M empezó a cabecear otra vez, siendo apenas las 5 de la tarde. Volver al hotel significaba otra noche con despertares madrugadores, así que alargamos la vuelta y nos metimos en el shopping APM con la esperanza de reanimarla. Bueno, no funcionó. Cada banquito era una invitación directa a la siesta. Después pasamos por Zara, donde I y C entraron en modo “queremos toda el local”, mientras nosotros solo queríamos sobrevivir.
Para sumar una experiencia más al día, mandamos a V y G en busca de mochis, esos dulces japoneses hechos de arroz glutinoso, de textura sospechosamente gomosa y rellenos de dulces de distintos sabores, sospechos también. Sin tener del todo claro si eran un postre o una trampa, decidimos que íbamos a arriesgarnos y vivir la experiencia. A esta altura del viaje, después del jet lag, el frío, los baños en cuclillas y las negociaciones con chinos, un mochi no nos iba a quebrar. Cuando llegamos al hotel hicimos la parada técnica obligatoria en el Seven Eleven para comprar unas milanesitas de pollo para los nenes. Mientras ellos cenaban, G y V salieron en misión a buscar comida para nosotros. En el mientras tanto yo escribía estas líneas y mi amiga L, que había prometido tomarse una birra conmigo, me abandonó vilmente en el camino y se durmió incluso antes que Muna. Finalmente, después de un rato L se despertó y probamos los famosos mochis que resultaron ser exactamente lo que sospechábamos, una porquería. Dimos por finalizado el día. Mañana emprendemos viaje hacia la tierra de la sonrisa.
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